Llegamos a Like a Rolling Stone. Es así como pretende fundamentar Dylan ese pseudónimo virtuoso, ese ropaje patéticamente evidente que no llega a ser más que el eco desesperanzado de una generación a la deriva. Por un momento permitámonos entre la etérea poesía barata y la melodía arada por la misma azada de Dylan, caer en la revelación de que el hombre no es más que un personaje interpretando un papel que apenas comprende. El paseo casi fetichista que hace por el pop de mostrarle al mundo que los ídolos tienen pies de barro -Tom Waits hace lo mismo pero al menos sabe tocar el piano-. Con sus acordes y versos más próximos a las serenatas caídas de un borracho a altas horas de la madrugada que a los de una promesa pop, es una reverencia a la cobardía vestida de valor real que la mediocridad nunca admite inocultable en su disco Highway 61 revisited, o quizás de honor camuflado bajo otras pedrerias ilustres como los Stones que retomaron la canción tardíamente, o Joan Baez que le sacó el jugo folk sin sudar exhibiendo el vacío de palabras de la original.