"Ziggy Stardust", ese rudimentario intento de David Bowie por fusionar la música con la teatralidad, como si ya no hubiéramos tenido suficiente con los Beatles y su "Sgt. Pepper", o peor aún, con KISS intentando ser relevantes al manchar su maquillaje barato en sus innumerables fanáticos.No olvidemos que esta endeble oda al glam fue estrenada cuando la contracultura imploraba nuevos sonidos y artistas con el talento equivalente a mil veces menos que el de Joni Mitchell o Nick Drake. Aun así, Bowie decide inocularnos con este monótono sentido extraterrestre genérico, como bien podríamos decir Ziggy Stereotypmust, en lugar de algo relevante como "Los tres amigos de Emerson, Lake & Palmer." La falacia máxima que intenta vendernos "Ziggy Stardust" es la originalidad, apelo al tercer acto cuando el personaje de Aladdin Sane resulta ser alcohólico, depresivo y con habilidades musicales intrancendentales, como si ese no fuera justamente ya el panorama sombrío de doce mil cantautores de principios de los 70.