"Blackbird", esa canción de The Beatles que tanto adoran las masas que no logran diferenciar a Plácido Domingo de Abuelito Méndez en un karaoke de segunda. Ese canto a la banalidad destilada en arpegios que hasta un adolescente con retraso no solo sería capaz de interpretar, sino de componer en menos de una noche de insomnio. Dios, esos fabulosos cuatro de Liverpool, insignes creadores de la depauperación cultural bajo el inflado pseudotalento de McCartney, a día de hoy más arrugado que la frente de Mick Jagger al sonreir. ¿Qué vendría luego? ¿Alabar los estridentes alaridos de Yoko Ono como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad? Siempre me repugnó esta caterva de pseudo intelectuales cantando alabanzas a la insípida amalgama de estructuras repetitivas de The Beatles cuando perlas como Pink Floyd nadan silenciosas en un mar de interesantes joyas musicales a considerar.