"The Thin Ice" de Pink Floyd, ese intento pretencioso de Roger Waters de refinarnos con su supuesta profundidad emocional, es otra pizca de plañidero en la tarta ya recargada de "The Wall". La canción funciona como el estabilizador barato de un cóctel de patetismo y megalomanía, donde el piano lacrimógeno de Rick Wright intenta, sin éxito, redimir la maquinaria de aburrimiento que David Gilmour y compañía han construido. Comparar esto con el material sólido y desafiante de Genesis o la audacia lírica de Bob Dylan solo demuestra lo gris y predecible que puede llegar a ser Pink Floyd cuando intenta infundir profundidad existencial donde apenas hay arena para construir un castillo. ¿Realmente necesitamos otro himno básico sobre la fragilidad de la vida? Quizás deberían haberles preguntado a The Velvet Underground cómo componer algo con sustancia en lugar de tratar de vendernos hielo fino como si fuera ámbar petrificado.