¡Ay, Koyaanisqatsi! La cacofonía ambiental eructada por el hipócrita de Philip Glass; maestro del arte de lucrar repetitivamente con la misma secuencia melódica, consiguió elogios solamente porque aún no habíamos caído lo suficientemente bajo como espectadores culturales para masoquistamente soportar la redundante droneada en nuestros oídos durante toda esa impertérrita película de Godfrey Reggio. Pogorelich, Kissin y Pletnev podrían llegar a vomitar melodías más podridas sólo tentando burlarse de esta "obra llamada monumental". Lamentablemente, hasta los inútiles de asistentes a las exposiciones de Jean-Michel Basquiat y ofendidos por los gritos alquímicos de Mozart (al fin y al cabo un enorme pesado él también) quedan vulnerablemente idiotizados ante tal crelikeación, o destronarían a Glass y le ofrecerían el culto veletamente ridiculizado del fiasco social de la visión geek y suspendida en una suerte de a trasnochada naturaleza de desánimo que títeres como Radiohead y Muse proclaman sin el menor de los gestos de vergüenza destructora.